Por J. Antonio Carratala
Se equivoca quien piensa que el calificativo “político” desacredita. Es, sin duda, una forma común de juzgar un asunto como indigno, de presentar a un personaje –quizá público, quizá no– como interesado y mezquino. Decir que algo es “político”, mancha inmediatamente. Se trata de una estrategia que usan tanto el más cándido de los estudiantes como el más acerbo de nuestros comentaristas de la vida pública. Nada peor que “politizar” las cosas. Sucede casi a diario: cualquier huelga, cualquier debate parlamentario, cualquier plantón puede tornarse “político” y entonces, molestar.
A este respecto, México no es anormal. Ocurre alrededor del mundo: la política es básicamente asunto de pillos, opuesta a la supuesta virtud de la “sociedad civil”. Se dice, y por supuesto también se cree, en Francia, en España, en Estados Unidos. La política ensucia.
Por esta acusada propensión occidental a imaginar que la política está opuesta a la virtud, Max Weber –quizá el más citado de los sociólogos– nos pidió evitar equívocos; fue muy claro: “quien quiera salvar su alma –decía una conferencia titulada “el político y el científico”–, no debe hacer política”. Pronunció la conferencia a principios del siglo XX. Y hoy seguimos pensando que la política invade a los sindicatos, a las asociaciones estudiantiles, se mete en el cuerpo de los diputados como un innoble espíritu. La política nos aparece como un obstáculo para la vida en sociedad, destruye la armonía. Quizá.
Lo cierto es que la política aparece irremediablemente cuando se congregan dos o más hombres. Quizá de todas las pulsiones que hemos querido nos sean “naturales” (la compasión, la ayuda mutua, la rapacidad, la violencia, el interés individual), ésta es la que más se aproxima. La política es inherente a la vida en sociedad –Aristóteles dixit. Han pasado ya los tiempos en que era plausible imaginar que la política no estaba presente en todas las sociedades humanas. Adiós a los Tristes trópicos. Los Guayaquil, los Tallensi, los Zulu, en los altos de Burma: la política está en todos lados, con una forma u otra. Que no haya jefes, no significa que no se sigan mandatos. Muda, acéfala, invisible: la política es, ciertamente, un espíritu, un demonio con el que tendremos que aprender a vivir.
¿Qué es pues esto que llamamos “política”? Hablen los politólogos. De acuerdo con D. Easton –prócer de la ciencia política gringa–, la política consiste en un “subsistema” encargado de fijar y gestionar con autoridad metas públicas: “adjudicar, autoritativamente, valores”. La política es, ante todo, una actividad para repartir cosas. Por eso la política puede tener formas diferentes, porque hay maneras distintas de decidir cómo repartir esas cosas. Es, por tanto, obvio y necesario que la política involucre un poco de coacción; hace falta, de vez en cuando, “convencer” a quién no comparta el modo decidido de repartir esas cosas. Quizá –aunque habrá más motivos – ahí está la razón por la que despreciamos a la política, es inevitablemente violenta. Y la violencia, desde las guerras mundiales, no place a nadie.
Pero no siempre es el caso. Un acto político involucra también a una parte que acata, que opta por obedecer. Seamos claros: no hace falta un policía a nuestro lado en todo momento para aceptar el orden de cosas; la mayor parte del tiempo, la mayor parte de la gente respeta la mayor parte de las leyes. Esto lo sabía bien Weber. Por ello creo el concepto de “legitimidad”, expuesto en su obra póstuma Economía y sociedad. Entonces, las razones para obedecer pueden no ser siempre la pistola y la macana, lo son también la tradición o el carisma. No pretendo saber por qué, pero en apariencia ese monstruoso vicio humano –obedecer– se debe a muchas más cosas que la violencia obscena. En suma, la esencia de la política, su sine qua non, no es la coerción, es la decisión de repartir: los criterios que usamos para decidir “who gets what when and how” (como decía otro politólogo gringo). Sin violencia, puede o no haber política; sin decisiones de reparto, la política simplemente deja de ser.
¿Repartir qué? Bienes, cosas (físicas o inmateriales) que valgan, que signifiquen algo para los hombres involucrados. Pueden ser cosas tan básicas como un permiso de conducir o tan vitales como un subsidio al ingreso familiar. Lo que importa es que un grupo humano hace política cuando decide a quién dar cuáles cosas. Lo hacen dos hombres en un cuarto, aislados del mundo, al repartir –imaginemos– los pocos víveres con que cuenten. Establecen criterios (edad, sexo, medidas de nutrición, país de origen, lo que sea) y uno recibe y otro no. O ambos. Eso es la política: todo el rango de actividades realizadas para producir, extraer y repartir bienes sociales de acuerdo con, “una noción de lo bueno y lo malo, de lo valioso y el propósito del proceso”. Como resultado los límites de la política no pueden ser otra cosa que borrosos, aproximativos. ¿Quién debe producir los bienes sociales, quién recibirlos?; ¿cuándo, en qué medida, de qué modo y quién puede extraerlos? Para empezar, ¿qué es un “bien”? Un permiso de conducir, de acuerdo. Pero, ¿la libertad? Enviar a prisión es privar a alguien de ese bien y por ende una actividad política. No hay respuestas definitivas a estas preguntas y por ello el conflicto es inherente al fenómeno político.
La política, dicen los más obscuros filósofos de cantina, está en todos lados. De todas las barbaridades que se dicen sobre el tema esta es, tal vez, la menos errónea. Los asuntos públicos –la huelga, el debate, el plantón, un sindicato, los partidos- no se “politizan”. Al contrario, son la política en sí, pues son las maneras (algunas de las miles posibles) de decidir a quién le toca qué en la sociedad mexicana. Aquél que acusa a algún otro de “politizar” está diciendo otra cosa: está descalificando al interlocutor, expresando frustración, desacuerdo, se trata de una manifestación exigua de desaprobación moral. Se trata de todo eso, quizá de muchas más cosas, pero no de un “argumento”. Ni siquiera es una observación relevante. Si las cosas no fueran políticas sencillamente no nos interesarían. Y sí, estoy politizando este escrito.
Véase M. Weber, El político y el científico, J. Medina Echevarría et. al. (trads.), México: Fondo de cultura económica, 1964.
Según la RAE, “sistema” significa “un conjunto de cosas que relacionadas entre sí ordenadamente contribuyen a determinado objeto”.
Véase D. Easton, The political system, Nueva York: Alfred A. Knopf, 1953.
Para una discusión del tema véase F. Escalante Gonzalbo, “Piedra de escándalo. Apuntes sobre el significado político de la corrupción” en C. Lomnitz (coord..), Vicios públicos, virtudes privadas, México: Porrúa-CIESAS, 2000.
Marsella, septiembre, 2009.
H. Arendt, “Qu’est-ce que l’autorité?”, La crise de la culture, París: Gallimard, 1972. pp. 121 – 185.
P. Steinberger, The idea of the state, Cambridge: Cambridge University Press, 2004. p. 140.
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